No es la idea de este blog ir publicando el contenido en sí de la novela. Sin embargo, hoy deseo compartir con ustedas este capítulo cero, o prólogo, que ya está tomando forma, como para que puedan hacerse una idea de qué va todo esto. Me encantaría que me hagan llegar comentarios tras leerlo. Tengan en cuenta que es un primer draft, puede tener errores, y no va a quedar así tal cual en el libro.
Pero la idea está, y me interesa muchísimo el feedback de mis lectores. Pues bien, lo prometido.
Que lo disfruten!!
Prólogo
El Inquisidor Francisco de Urgel elevó su mirada al cielo para agradecerle al Señor con todas sus fuerzas por haber atendido sus plegarias. Por fin había llegado el momento por el que luchó con tanto esfuerzo y tanta fe, durante toda su juventud. Su paciente dedicación y sacrificio habían dado a su fruto, y hoy, ante sí, se elevaba una gran montaña de maderos exclamando a gritos, para todo aquel que quisiera oír el mensaje, que la lucha tiene sentido, que existe la justicia en la Tierra, y que el bien finalmente triunfa contra el mal: los últimos aleteístas iban a ser quemados en la hoguera.
Luego de haber perseguido a estos temibles herejes por pueblos y ciudades, hoy sus pecados, sus libros, y sus símbolos paganos arderían para siempre, hasta sumirse en el olvido. Y el destino había querido que lo hicieran nada menos que en la ciudad que llevaba su apellido, porque ha pertenecido por siglos a su familia. Francisco sentía que esto no era casual, sino que de algún modo misterioso sus antepasados se habían unido a él en la batalla. Un gran vallado de madera se levantaba alrededor de la Plaza de Urgel, para separar a la multitud del infierno de fuego que en breve sobrevendría.
Decenas de miles de personas, de pueblos vecinos y hasta del extranjero se congregaron allí para presenciar el Auto de Fe. Hasta el mismísimo Rey Fernando, junto a la Reina Isabel, se encontraban presentes, dignamente ubicados en la tarima preferencial que el mejor carpintero del condado, Ruy González Ceballos, había preparado y tallado con gran ornamento para la ocasión. Al lado de los monarcas, en lustrosas sillas de roble más pequeñas pero igual de imponentes, el arzobispo de Tarragona, la Condesa de Foix, y otros importantes miembros de la Iglesia y la nobleza realzaban la importancia del acontecimiento.
Y todo había sido posible gracias a él, que no bajó las manos a pesar de las dificultades, que supo reconocer la ferocidad de esta herejía y predecir a tiempo la estrepitosa velocidad con la que se esparciría.
El Aleteísmo se extendió como una peste porque sus líderes sabían muy bien como manipular a la gente. Sostenían, por ejemplo, que nadie necesitaba renunciar a su religión para ser aleteísta. Para ellos habría tantas realidades como sujetos que las percibieran, por eso supuestamente un hombre podía ser cristiano y aleteísta a la vez, e incluso se habían encontrado aleteístas judíos y musulmanes. Tenían el descaro de llamarse a sí mismos una “doctrina meta-religiosa” y la gente simple de los pueblos, e incluso algunos nobles, eran seducidos con facilidad por todo ese palabrerío.
La Biblia no podría ser más contundente al enunciar que Dios es uno solo, y una sola la realidad, uno solo el bien y el mal. Sin embargo estos infieles se afanaban en relativizarlo todo, y la masa era tan ingenua que no recocía el gran pecado que aquello significaba. Se acercaban alegremente a la Misa del domingo sin siquiera confesarse, tras haber asistido toda la semana a los ritos paganos del culto aleteísta.
¡Con qué facilidad podía ser engañado el ser humano!
A Francisco siempre le resultó indignante la debilidad de sus semejantes. Esto era sólo una muestra más de ello. No llegaba a comprenderlo del todo, porque él era un hombre de voluntad férrea y un gran discernimiento para reconocer a lo que se enfrentaba. Se oponía con firmeza al demonio y a sus tentaciones. Lo conocía muy bien, reconocía sus artimañas y sabía como evadirlas. Pero la vida le había mostrado, que en su gran mayoría, la voluntad, la fe y el raciocinio de los demás eran muy endebles, y los hacía sucumbir ante cualquier engaño sin ofrecer resistencia. Tal vez en esta diferencia entre él y los seres humanos comunes, residía el por qué del llamado divino que le había sido conferido.
Hoy, treinta y nueve personas iban a ser purificadas en las llamas abrasadoras de la hoguera.
Varios cientos de creyentes aleteístas recibieron el don del perdón divino. Ellos al menos tuvieron la cordura de abnegar de su fe pagana durante el período de gracia. Confesaron sus pecados, culpando a sus hermanos bajo amenaza de tortura para salvarse. Francisco conocía el efecto de los tormentos en las mentes débiles y se daba cuenta que muchas de las aberraciones confesadas bajo presión podían ser falsas: Sacrificios humanos, canibalismo, hechiceros que invocaban a Satanás y luego se convertían en animales, y salían volando hacia sus aquelarres. Con tal de evitarse el sufrimiento, dirían cualquier insensatez que pensaran que a los representantes del Santo Oficio les gustaría oír. Sin embargo, estas descabelladas confesiones habían servido para llamar la atención de las autoridades políticas y eclesiásticas hasta entonces indiferentes, que no alcanzaban a ver que detrás del Aleteísmo se escondía una amenaza mucho más sutil, pero no por eso menos atroz, peligrosísima para la cristiandad.
Ahora, los reconciliados habían sido colocados en unas gradas al costado del largo pasillo por el que desfilarían los reos hasta el cadalso, a apenas un metro de la empalizada, tan cerca de las piras que cuando estas ardieran, el calor, los gritos y el olor fétido de la carne quemada les alcanzaría con tanta potencia como para aleccionarlos de por vida para no volver a dejarse caer en las garras de la herejía.
A muchos de ellos se les había confiscado un importante porcentaje de sus propiedades para pagar por sus pecados, y ahora vestían sambenitos amarillos o negros, con una o dos aspas, llamas o demonios pintados sobre ellos, según la gravedad de los pecados de cada uno, todos con cruces bermejas de punta flordelisada. Los penitentes más involucrados con la herejía eran obligados a llevar bonetes largos que los ridiculizaban ante todos los presentes. Además, en muchos casos, tanto ellos como sus descendientes inmediatos, quedaron privados para siempre de cargos públicos, y sus nombres fueron condenados a perpetua infamia.
Pero iban a salvarse.
Los treinta y nueve reos condenados a muerte, en cambio, habían aguantado todos los tormentos, obstinados en no confesar.
Negaron todas las acusaciones, y prefirieron ser quemados vivos antes de abnegar de sus creencias.
¿Como podía ser tan potente la influencia del maligno como para cegarlos así? Francisco hubiese deseado rabiosamente poder salvarlos de otra forma, pero estas almas ya estaban perdidas, sólo las llamas podrían liberarlas.
Él se encontraba de pie, frente a la gran torre de maderos adonde conducirían a los acusados. Kilos y kilos de árboles del bosque de su familia habían sido talados para cumplir con tan noble propósito.
La ceremonia dio comienzo con un sermón un tanto apagado, sobre la fe, pronunciado por el arzobispo de Tarragona. Cuando éste hubo terminado, Fray Francisco de Urgel caminó hasta el atrio y tomó la palabra. A diferencia de la del avejentado arzobispo, la voz de Francisco era tan segura que resonó hasta en el último rincón de la gran plaza.
“Ponedse todos de rodillas” –ordenó a la multitud, y todos obedecieron temerosos, de inmediato. El Rey Fernando, dubitativo, permaneció de pie unos instantes, pero ante la gélida mirada que el Inquisidor le dedicó, terminó por arrodillarse incluso él.
“Juramos ante Dios todo poderoso, Padre hijo y Espíritu Santo, defender la Santa Inquisición, conservar la pureza de la fe y delatar a todo el que falte ella”
¡Repetid!
Solemnemente todos y cada uno de los presentes repitieron el juramento.
“Todos vosotros habéis pecado.”- Sentenció enseguida. “Pedid perdón a Dios, porque todos sois culpables de que las fuerzas del demonio se esparcieran por estas tierras.” La gente asentía horrorizada. Muchos se santiguaban. “Estos hombres y mujeres” – señaló a todos los convictos, tanto a los condenados a muerte como a los reconciliados y condenados a penas menores-“…han caído en el pecado mortal de la herejía. Han adorado falsos profetas, engañando al pueblo con infames mentiras. Se han burlado de los evangelios, practicado ritos demoníacos, y cuestionado lo más esencial de nuestra fe negado sus mandatos más sagrados.”
El público no parecía muy convencido, por eso elevó la voz y remató:
“También han sacrificado animales y niños humanos, para envolverse en sus pieles y beber su sangre, por creer que eso les daría juventud eterna.”
-¡Ohhhh!- murmuraron espantados
“Pero sois vosotros, los que les dieron ese poder. Con negligencia, dejasteis entrar a demonio en vuestros hogares, en vuestra ciudad, ¡en vuestros propios cuerpos!... Si hubieseis sido cristianos de fe pura, si hubieseis obedecido la Palabra de Dios, esto nunca podría haber llegado tan lejos. Fuisteis débiles, fuisteis todos cómplices de esta aberración. Por haberlos acogido, por tenerles simpatía. Por no haberlos denunciado, por restarle importancia a su pecado…
¡Todos sois culpables, y todos deberíais arder en la hoguera esta misma tarde!” –gritó-
-La audiencia seguía con atención sus palabras. Se preguntaban temerosos a dónde querría llegar. Una adolescente se desmayó de la impresión.
“Pero el Señor es infinitamente piadoso” –continuó Francisco, y muchos suspiraron aliviados- y hoy les ofrece una nueva oportunidad. El pueblo de Urgel ha regresado al sendero del Señor, y aquellos que se han arrepentido y confesado, aún pueden salvar sus almas.
Pero para ello debéis hacer un juramento.”
El inquisidor pausó unos instantes antes de proseguir, prolongando el inquietante clima de expectativa y tensión que reinaba en el ambiente.
“Debéis jurar, que nunca volveréis a pronunciar la palabra Aleteísmo. Nunca mencionaréis los nombres de estos infames, ni repetiréis sus cantos, ni sus rezos, ni contaréis su historia. Ni siquiera pensarais en ellos ni los recordarais. Que estos malditos se suman en el eterno olvido, es la única manera que tenéis de redimiros. Nunca jamás volveréis a pensar, hacer, decir, pintar o escribir absolutamente nada relacionado con esta espantosa herejía. ¿Lo juráis?”
-“Sí, lo juramos” – Aseguró el público con total seriedad. El Rey Fernando desenvainó su espada y la extendió hacia delante para dar solemnidad a su promesa.
“Que el alma de quien incumpla este juramento, arda en el infierno por la eternidad.”
“Amén”
Tras su tajante alocución, que dejó a todos temblorosos y pensativos, el Inquisidor Francisco de Urgel cedió el turno al Corregidor de la ciudad, Don Bartolomé de Bustos, para que leyera las sentencias. Eran tantos los acusados que, por una cuestión de organización, éstas habían sido dictadas una semana atrás, y ya todos estaban al corriente de su destino y el de sus seres queridos. Por eso, la lectura en público no era más que una mera formalidad. Se leyeron primero los nombres de los cientos de pecadores reconciliados, quienes debieron arrodillarse y abjurar solemnemente sus errores, para quedar absueltos por el Inquisidor. Eran tantos, que la gente ya se estaba aburriendo, la atención se dispersó y se oían murmullos por doquier.
Luego se leyeron las doce condenas a prisión perpetua en las cárceles de la Inquisición, y las más de sesenta condenas a castigos menores. Para entonces, el alboroto era generalizado.
Hacia las dos de la tarde llegó la hora de leer las sentencias más esperadas: Los treinta y nueve condenados a muerte.
Francisco dio la orden entonces de que abrieran las puertas de madera de las celdas que se encontraban debajo de las gradas, y los hicieron pasar.
Los reos avanzaban en fila ante la multitud excitada.
Las nubes que ocultaban el cielo desde la mañana, hacia el mediodía se abrieron para dar lugar al un sol resplandeciente. Los traidores no merecían disfrutar de su esplendor una vez más antes de morir – pensó al principio Francisco – A veces Dios es demasiado misericordioso. Aunque apenas un instante después pudo comprender mejor los designios del Señor: Lo hace para que lamenten más por dejar esta vida. Para que se angustien por lo que desaprovecharon, sufran, se arrepientan, y cuando estén en el infierno recuerden con amargura el cielo espléndido que podría haber sido suyo, pero perdieron para siempre, por haber elegido el camino de Satán. De hecho, perecía estar dando resultado, pues varios de ellos dejaban perder su mirada melancólica en el cielo mientras Bustos mencionaba sus nombres, uno a uno con parsimonia. Terminada la lectura. Un fraile fuerte, amigo de Francisco los arrastró tirando de la cadena con la que estaban atados, haciéndolos desfilar por delante de los reyes y las familias importantes, antes de conducirlos al patíbulo.
Avanzaban con la frente en alto, todos ellos, como si se hubiesen puesto de acuerdo. Caminaban erguidos con aire despreocupado, y aunque tropezaran se volvían a levantar a pesar de los dolores. Parecían querer demostrar a todo el mundo que no tenían miedo. Francisco sintió que un ligero temblor lo recorría cuando el último de la fila pasó delante de él y le ofreció una mirada segura y desafiante.
Treinta y nueve postes se alzaban en dos semicírculos perfectos, separados un metro entre sí. Los postes para atar a los condenados eran altos y fuertes, obtenidos de los mejores árboles que habían conseguido talar. Alrededor de ellos, en el piso, en grandes torres, asechaban amenazantes los colosales haces de leña que pronto arderían con ferocidad.
Con la ayuda de varios frailes y verdugos, cada uno de los reos fue conducido hasta su cadalso y encadenado a él con fuerza, con las manos detrás de la nuca, y los pies descalzos atados al palo. Estaba todo tan bien organizado, y los prisioneros eran tan sumisos, que la operación sólo llevó unos minutos.
Hacia las dos y media, la muchedumbre de espectadores que se amontonaba en las gradas y detrás de estas, gritaba enloquecida. El sol pegaba con fuerza. La gente se quitaba las capas por el calor. Algunos hombres ya estaban en cuero. Podía respirarse en el aire una pegajosa mezcla de sudor y adrenalina. Sin embargo, el silencio era abrumador entre los penitentes reconciliados. Los treinta y siete pecadores que estaban a punto de perecer, habían sido sus amigos y compañeros de lucha durante mucho tiempo. Algunos de ellos incluso sus hermanos, padres, hijos y esposos. Francisco sabía bien que, aunque hubieran confesado, su corazón estaba aún con ellos. Así lo evidenciaban con su mudez y quietud. Ese atisbo de cariño y reverencia habría de quedar para siempre enterrado, luego de la ejecución.
La carne pecadora de dos de los condenados a muerte esa tarde, había abandonado el mundo de los vivos mucho antes de la ejecución. Por eso asistían al evento en forma de efigies de madera de tamaño real que los representaban. El anciano Bernardo de Anjou y su hija Ermengarda, eran considerados por mucha gente como los padres fundadores del movimiento aleteísta. No hubiese sido justo que su muerte prematura los salvase de la condena simbólica. Los ataúdes conteniendo sus restos mortales fueron arrojados sin reverencia alguna sobre sendas hileras de troncos untados de brea a los pies de sus respectivas efigies, talladas en madera y pintadas con minucioso detalle por González Ceballos.
Ese fue el toque maestro de este Auto de Fe – pensaba Francisco – Los verdaderos culpables de toda esta abominación no podían quedarse afuera por el sólo hecho de haber fallecido.
El murmullo era generalizado. La Reina Isabel de Castilla se abanicaba con impaciencia, y eso que el verdadero calor todavía no había empezado.
Los criminales, encadenados a sus cadalsos, recibían la asistencia de una docena de religiosos que intentaban arrancarles una confesión de último momento. Si se arrepentían de sus pecados, podrían ser golpeados con un garrote en la cabeza, de modo de perecer de un modo más inocuo, o al menos quedar inconcientes y así evitar el indecible padecimiento de ser quemados vivos. Pero ninguno parecía estar dispuesto a acceder a este privilegio. “Pérdida de tiempo” – Resopló Francisco para sus adentros. La mayoría de los acusados, estaban irremediablemente perdidos, pecadores abyectos sin la más remota posibilidad de unción. Pero había unos pocos a los que el Inquisidor en algún punto respetaba, y decidió acercarse personalmente a ellos para intentar persuadirlos con sus propias palabras.
Comenzó por el poeta Tomás de Montignac, escritor de los libros blasfemos que hoy arderían junto a su cuerpo. Francisco conocía en profundidad la obra de este sujeto. Venciendo el horror que le suscitaban sus palabras pecaminosas, se había visto impelido a leer cuanto escrito suyo llegaba a sus manos. Necesitaba conocer a su enemigo para poder vencerlo, y hoy le impactaba tenerlo ante sí reducido a un hombrecillo sucio, barbudo y descamisado, a punto de ser carbonizado. Autor de los salmos y libros sagrados aleteístas, Tomás era un hombre de una gran cultura tanto cristiana como pagana, que había viajado por oriente, y estudiado en la universidad, y que combinaba en sus escritos elementos de las más variadas fuentes antiguas y heréticas.
Además, Tomás de Montignac era supuestamente el padre de Santiago, el falso profeta al que adoraban los aleteístas: un niño milagroso y lleno de poder y bondad que habría ascendido a los cielos a los cinco años para salvar a la humanidad.
¡Qué aberración más obscena! ¡Qué invento maligno habían elaborado estos sacrílegos para alejar a las multitudes del único y real salvador, nuestro Señor, Jesucristo! Con toda seguridad, el nombre de Santiago había sido escogido cuidadosamente para burlar a las almas más endebles, quienes lo confundían con el Santo Apóstol Santiago a quien todos veneraban. En numerosas confesiones se pudo verificar que en su profunda ignorancia, los campesinos sostenían que el uno y el otro eran la misma persona.
A pesar de esto, Francisco sabía de lo peligrosa que era la educación en culturas paganas y sentía que Tomás en parte había sido víctima de su irresistible magnetismo. Deseaba poder salvar a este inteligente hombre de una muerte lenta y dolorosa. Sin embargo, el poeta no parecía escucharlo:
“El Ser Supremo conoce mis errores, y Su Conciencia es tan grande que sabrá comprender la causa de todos mis actos, y perdonarlos de ser necesario. Por enésima vez, no hay nada que necesite confesar ante ti, ni ante tu intolerante dios”
Espetó Tomás con voz serena ante la insistencia del Inquisidor en que confesase.
“¿Es que no lo entiendes? No son estas llamas las que deben amedrentarte, sino las llamas eternas del infierno en las que perecerás si no te arrepientes a tiempo.” Intentó una vez más Francisco, con la desesperación de la impotencia apreciable en su voz casi temblorosa.
Tomás lo miró con un dejo de melancolía.
"No te aflijas tanto hermano. Yo te perdono" - le susurró con sobriedad. Perplejo por estas palabras, Francisco no dijo más y se alejó de él rumbo a la próxima acusada que le interesaba. La multitud estaba excitada, quería acción, y presionaba para apurarlos, pero él no podía dar la orden de inicio al fuego sin antes haber hablado con la jefa máxima del Movimiento Aleteísta, Leonor de Agramunt, “Caminante Suprema” –como ellos le llamaban- desde la muerte de Ermengarda de Anjou.
Mujer luchadora, de fuerte carácter, que Francisco conocía desde hacía una eternidad. Cegada por el engaño aleteísta, se había convertido en un ser impío y peligroso, pero detrás de su oscura enfermedad se perdían las causas nobles que en el fondo la motivaban: curar a los enfermos, alimentar a los pobres, dar asilo a los huérfanos, buscar un mundo mejor. Si en vez de acercarse a la herejía lo hubiera hecho a la Iglesia, podría haber sido una buena monja, seguramente una líder.
“Leonor, debes confesarte, o pronto nos veremos obligados a encender esos maderos, y tu arderás con ellos y te prometo que será muy, pero muy doloroso.” -La urgió Francisco- “Abre tu alma al señor y él te perdonará en su infinita Misericordia” La altiva dama, cuya antigua hermosura apenas podía entreverse en el patético estado en el que se encontraba, elevó la voz y simplemente dijo “No tengo nada que temer” Sin perder su compostura, Francisco tomó aire mientras daba forma a una frase más convincente, pero Leonor lo interrumpió, volviendo a decir, una y otra vez, cada vez con voz más elevada “No tengo nada que temer” Hasta que el grito se convirtió en un canto, y Leonor continuó su frase:
“No tengo nada que temer, Santiago me cuidará”
Fray Francisco quiso detenerla, pero Leonor cantaba con creciente energía:
"Yo se que Él volverá"…"Santiago nos salvara”...
Y pronto a su voz se fueron sumando otras. Y otras más.
La gente gritaba en las tribunas, y los aleteístas encadenados a sus postes, entonaban al unísono su blasfema canción.
"No hay un Dios son muchos"… “Tantos como personas hay”…
…“No tengo nada que temer, Santiago me cuidará”…
Los murmullos y vítores ya eran insostenibles, y el canto de los mártires los avivó más todavía. El público arrojaba objetos, impacientes por ver el espectáculo iniciarse. Pero había una última pieza que francisco no podía dejar de jugar. Su propio primo, Raimundo de Urgel, había sucumbido ante la herejía aleteísta años atrás, y hoy estaba allí a unos pasos, a punto de perecer entre las treinta y nueve personas condenadas a muerte.
“Primo, mírame a los ojos. Por favor” Le rogó Francisco, implorante.
Su primo Raimundo no lo miró, sólo siguió cantando:
"Mi Dios es tan cierto como el tuyo"… "Sólo hay círculos de verdad"…
Las voces de los cantantes eran tan atronadoras que a Francisco se le llenaron los ojos de lágrimas.
“Eres sangre de mi sangre, Raimundo. ¡Confiesa tus pecados por el honor de nuestra familia!
El Señor te perdonará, tu pena será conmutada y un verdugo te dará un golpe seco que te matará sin dolor, y tras pasar por el purgatorio podrás ascender al Reino de los cielos”. “No tienes que pasar por este suplicio.” “Por favor, primo, recuerda que un día, antes de caer en el pecado, tomaste los votos sagrados” “Busca a Jesucristo en tu interior, y lo encontrarás”
"Santiago es nuestro señor” – seguía cantando Raimundo con arresto, junto a sus hermanos caminantes, ajeno a las palabras de su primo “Él volverá y nos salvará"
“¡Silencio!” Gritó Francisco indignado pero nadie lo escuchaba. El ruido de los cantos junto a los alaridos de la audiencia era ensordecedor.
“Primo, ¿es tu última palabra?” - Intentó preguntarle a Raimundo pero éste ni siquiera se dio por aludido.
“Yo sé que Él volverá"…"Santiago nos salvara”…
“Que Dios se apiade de vosotros”
Apesadumbrado, Francisco dio unos pasos atrás y al fin hizo el gesto que todos estaban esperando. Elevó las manos al cielo y las bajó con calculada lentitud. Siguiendo la orden, cuatro verdugos, en los cuatro puntos cardinales de la empalizada, acercaron sus antorchas a las piras de madera. Éstas tenían tanta brea que grandes llamaradas ardieron al instante.
Una gran nube de humo negro se expandió por toda la plaza y mucha gente tosió. La llamarada crecía a pasos agigantados. El público enmudeció por la impresión del incendio repentino. Pero un sonido seguía escuchándose: Eran las voces de los mártires.
Francisco aguzó el oído ¿Eran quejidos de dolor? ¡No! ¡Seguían cantando!
Las llamas ya abrasaban sus cuerpos y la vida de algunos se iba extinguiendo. Pero en vez de gritos desesperados, la voluntad de los sufrientes era tan fuerte, que aún en el martirio encontraban la fuerza para entonar:
“No tengo nada que temer, Santiago me cuidará”
El calor era tan insoportable que Francisco se vio obligado a alejarse de la hoguera. El humo le ardía en los ojos, y el olor era más asqueroso de lo que hubiera podido imaginar: el nauseabundo hedor del pecado.
Las voces se quebraban en desesperados quejidos. Gritos y llantos, y los atisbos de su horroroso canto, que ya no se distinguía, que un dolor inenarrable se había encargado de desdibujar.
"Bueno pues parece que ese tal Santiago no ha llegado a tiempo"
Pensó Francisco reprimiendo una irónica sonrisa triste mientras se alejaba cada vez más de la pira.
Él era el Inquisidor que dirigía la ceremonia, y se suponía que debía estar de pie, junto al patíbulo, orando por las almas de los condenados mientras sus cuerpos se consumían. Pero a pesar de la gran voluntad que puso para estar a la altura de las circunstancias, su cuerpo lo traicionó. Se sentía tan enfermizo y sofocado, que no pudo evitar caer al piso. Se sentó y se tomó la cabeza con las manos. “¿Un vaso de agua su Señoría?” Le ofreció un monje, preocupado, al verlo en ese estado. Francisco lo rechazó, e instantes después vomitó hacia su derecha. El vómito alivió un poco su malestar, pero se sintió profundamente avergonzado de su propia debilidad.
Aún se oían cantos ¿Era eso posible? Estaba mareado, pero no tanto como para no darse cuenta que la música ya no provenía de la hoguera, sino de las estradas. Con un esfuerzo sobrehumano se puso de pie para tratar de divisar entre la multitud a los sacrílegos que osaban desafiar a Dios en un momento como ese. Pero no pudo. La visión se le nubló y debió volver a sentarse. Le ofrecieron una silla. ¿Se encuentra bien Su Señoría?
Pues no, no se encontraba bien. Acababa de ganar la batalla a la que había dedicado su vida, y sin embargo, esa tarde, sólo sentimientos negativos se albergaban en su corazón. La culpa se entrelazaba con la impotencia y la duda. El sufrimiento de sus hermanos le dolía como propio. “¿Señor mío, he hecho lo correcto? “ Intentó recordarse a sí mismo que sólo cumplía con la voluntad de Dios, que hizo todo lo posible por acabar con esta locura de otra forma, pero ellos no se dejaron ayudar.
La fogarada era enorme, ya todo el recinto ardía. Apenas algún gemido se oía apagándose entre las llamas. Pero hubo un último grito. Una voz femenina, gruesa y atribulada se elevó entre los mártires con tal claridad que a Francisco le produjo escalofríos de sólo oírla.
Un estrepitoso "Santiago Volverá" resonó una vez más.
Y esas fueron las últimas palabras jamás pronunciadas por un aleteísta.
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